Yo soy el señor Don Lápiz. Mis aventuras son tan estupendas que cuando las cuento, todos me felicitan y agregan que soy un tío embustero. Pero a mí no me importa y os las contaré si me prometéis guardar el secreto. Mi padre fué Don Arbol, y mi madre, Doña Mina. Mi padre se afectó mucho el primer día que me pelaron la cabecita, y después se despidió de mí con lágrimas en los brotes y me dijo: "Hijo mío, tenemos que separarnos y me veo obligado a darte sanos consejos. Este es un deber de todo árbol serio que se estime en algo. Sé formalito, y cuando te hagan trazar líneas procura hacerlas bien derechitas y no te empeñes en producir un "cinco" cuando exijan de ti un "ocho", pues esto provocaría, primero, el asombro de tu dueño; después, su enfado, y tu persistencia podría arrastrarle a la locura. Además, no estaría bien visto. ¡Ah! -añadió -, cuando salgas, ponte la conterita, para no resfriarte." Y con este equipaje espiritual, me lancé al mundo. Recuerdo que mis primeros tiempos fueron, para mí, muy incómodos. El niño a quien yo pertenecía tenía la fea costumbre de chuparme y morderme, y esto, lógicamente, me producía ciertas inquietudes. Todos decían que aquel niño era un sucio. Yo decidí escaparme. Y un día, disimuladamente, me caí al suelo, y luego me barrieron, hasta que fuí a parar al jardín. Llevaba allí una semana, cuando sentí junto a mí una voz que me dijo: "Yo soy la tortuga Pasocorto, y llevo aquí cien años y conozco todos los secretos del jardín. Dime si deseas algo y te ayudaré." Me quedé pensando, y luego le dije: "Quisiera tener brazos y piernas como todo el mundo." La tortuga Pasocorto se rascó la cabeza y contestó: "Te llevaré al fondo del estanque donde vive mi amiga la rana. Con ella iremos a visitar al duende Sacatachuelas, y él lo arreglará todo." Y fuimos a ver a la rana, que entretenía sus ocios tocando el banjo. Cuando le expusimos nuestros deseos, dejó el banjo, cogió su sombrero y nos fuimos en busca del duende, que era muy amigo de la rana, porque ésta le regalaba nenúfares el día de su santo todos los años. Como veis, era una rana de la mejor sociedad. Sacatachuelas vivía en un extremo del jardín, y había hecho su casa dentro de un huevo. Por el camino, la rana nos fué explicando las actividades del duende. Era chiquitín, como todos los duendes, muy travieso y muy simpático. Su deporte favorito consistía en entrar por la noche en las casas por el ojo de la cerradura y dedicarse mientras todos dormían a sacar todos los clavitos de su sitio. Esto le divertía mucho. Por la mañana, aparecían todos los zapatos con la suela desclavada, los cuadros caídos y la cocina hecha un campo de batalla. Cuando en sus correrías nocturnas tropezaba con una zapatería de lujo, su gozo le hacía estremecer. Nos recibió el duende a la puerta de su casa, donde había sacado el canario a tomar el sol. "Te traigo -dijo la rana- este pobre lápiz que querría tener brazos y piernas como todo el mundo." "¡Oh, oh! -repuso Sacatachuelas-; ahora estoy muy ocupado en mi laboratorio haciendo unos buñuelos que serán como ruedas de automóvil, y así pienso hacerme rico. Id a ver a Trota Ratones, el gato, que él puede hacerlo." Pero Trota Ratones estaba de muy mal humor. "¿Creéis -dijo- que no tengo otra cosa que hacer? Esta noche tenía que cantarle a la Luna, y hay eclipse. ¡Con lo bonita que era mi canción!... Empezaba así: Miarramiau, miarramiau, Soy el amo del tejau Miarramiau..." Como Trota Ratones no quiso complacernos, nos fuimos al bosque. Estábamos muy tristes. Pasocorto apuntó la idea de que acaso al Ciempiés le sobraran dos patitas de recambio. Era una tortuga muy lista. En esto estábamos, cuando en la otra orilla del lago apareció una figurita muy linda de una muchachita rubia con un vestido precioso de seda y plata. En su cabeza brillaba una estrella de oro, y el traje estaba sostenido por unos cordoncillos de perlas y brillantes. Finalmente, sus ricillos dorados, su preciosa carita y sus grandes y risueños ojos hacían de ella una figura tan encantadora, que la rana, Pasocorto y yo estuvimos parpadeando diez minutos, mudos por el asombro. "¡Hola, amiguitos! -exclamó- ¿Por qué estáis tan tristes?" La rana le contó lo que nos pasaba, y sentados junto a la orilla, ella nos escuchaba con atención; pero de pronto, cuando más entretenidos estábamos, oímos a nuestra espalda: "¡Huú... hú!", y nos sentimos envueltos por un vaho húmedo y caliente. Nos volvimos despavoridos. Era un oso que balanceaba su cabezota con el aire preocupado de un catedrático de Filosofía. Nuestra amiga se echó a temblar; yo me eché a llorar de miedo; la rana se echó al agua de cabeza, y Pasocorto desapareció como por encanto... ¡Qué miedo tan grande! ¡Qué susto! Total, que me quedé solo. El oso al verme, exclamó: "¡Hombre, un pirulí!" Y me tragó de un bocado. ¡Qué horrible boca! Pero entonces yo clavé mi punta en su garganta y el oso empezó a dar unos alaridos tremendos, y a correr, y a dar saltos mortales, y a ponerse bizco, y gritaba: "¡Huuú ... hú! ¡Socorro, que me ahogo! ¡Socorro, que me muero!" El oso sudaba, lloraba y tropezaba con todo; aquí caía, allí se levantaba... Entonces nuestra amiguita, que era muy buena y se compadecía de todos los que sufren, se acercó y le dijo: "Señor Oso, si me promete no morderme, yo puedo curarle." El oso dijo que sí, que lo prometía por su honor de plantígrado, que era como prometerlo por toda su familia. Y ¿qué diréis que pasó? Pues que de pronto apareció un sillón, donde se sentó el oso, y mi amiga me sacó entonces de su garganta con cuidado y con unas pinzas. Cuando ya el oso se fué y nos quedamos solos, mi amiga me dijo: "Te has portado como un valiente y voy a recompensarte. Yo soy el hada Azulina, ninfa de las fuentes, de los lagos y de los ríos. Tu deseo va a ser cumplido." Y sacando la varita de virtudes, exclamó: "Katapún, dale porrazos Haz que este lápiz tenga dos brazos. Katapún, tú que gobiernas Haz que este lápiz tenga dos piernas". ¡Dios mío! Yo sentí bruscamente que mi carne -digo, mi madera- crujió y ¡zas! dos brazos; volvió a crujir y ¡zas! dos piernas con zapatos y todo. Yo me puse -¡figuraos!- muy contento, tan contento, que empecé a correr y a bailar con el hada, que se reía mucho porque era muy buena y muy simpática. Y creo que aun estaría yo bailando, si no fuera porque empezó a llover y nos tuvimos que refugiar debajo de un hongo que nos sirvió de paraguas. Azulina dijo: "Me parece que me llama papá." Y señalando al arco-iris, que acababa de salir, dijo: "¿Tú ves éso?" "Sí -contesté-, es el arco-iris. Un efecto de luz muy lindo." El hada sonrió dulcemente y añadió: "Es algo más. Ese arco de luz que ves ahí es el puente que conduce al País de los Siete Colores, donde reina mi padre, Colorín I." "¿El País de los Siete Colores? -le pregunté-. Nunca he oído hablar de él. Me encantaría verlo. Dime cómo es." Azulina empezó a hablar lentamente, sin dejar de sonreír y señalando con las manos todo lo que nos rodeaba, agregó: "Todo lo que hay en la Tierra, todo cuanto ves embellecido por la magia del Color, depende de nosotros. Mi padre, el rey Colorín I, gobierna esta maravilla, para lo que cuenta con su cetro, su barba y sus siete hijas. Cada una de mis hermanas es hada, como yo, de un color. Yo soy el hada del azul; mi hermana Doralina lo es del amarillo; Rosalina, del encarnado... Bajamos a la Tierra por el puente del arco-iris y cada una cuida de que su color sea el más bonito. Cuando papá se pone triste por estar mucho tiempo solo, llora, y por eso llueve; después tiende el puente para que volvamos con él." "¡Oh, es maravilloso" -dije. "¿Qué? El puente, ¿verdad? .No; el llanto de S. M. Colorín I. Por su tristeza tengo yo que usar mi conterita." Azulina se rió y me llamó bobo. Pero a mí, las cosas que ella me decía, me parecían todas tan bonitas que le supliqué me llevase con ella a su maravilloso país. No fué cosa fácil, pues, según Azulina, allí no podía entrar ningún extraño, porque estaría expuesto a mil peligros, y, además, que yo no tenía mi pasaporte en regla, a lo que yo le contesté que ella no había visto aún el porte elegante conque yo pasaba por encima de la regla, y discutiendo así nos armamos tal lío, que el hada, ya nerviosa porque se le hacía tarde, me dijo: "Bueno, te llevaré, pero con la condición de que nadie sepa que has entrado allí por mí. Pareces despejado, y espero que sabrás sortear las dificultades. Pero en cuanto lleguemos, nos tendremos que separar." Le prometí que sí a todo, y le dije que sortearía las dificultades incluso haciendo trampa, para que le tocasen a otro, en vista de lo cual, cogido de su mano, empezamos a subir por el arco-iris. Si queréis que os diga la verdad, la verdad, a la mitad del puente yo estaba arrepentido, porque veía la tierra tan lejos, las casitas tan chiquitinas allá abajo, y los pies se me hundían en el violeta de tal modo, que pensé con espanto en verme convertido en paracaidista sin paracaídas, y que podría muy bien romperme el pelo, que es para mí lo que para vosotros haceros un chichón en lo más alto del coco. Pero no fué así. Al cabo de un rato, el arco-iris se terminó y yo sentí bajo mis pies una tierra firme como la de nuestro suelo. Estaba en el País de los Siete Colores. Pero ya no me acompañaba Azulina. Había desaparecido. Y vi delante de mí un camino recto, recto, a cuyos lados brotaban unas plantas extrañas de hojas inmensas, que se retorcían y entrecruzaban, de un color violeta que abarcaba todos los matices, desde el lila pálido de sus pomos de flores hasta el morado oscuro de sus troncos, que se balanceaban suavemente mecidos por el aire, produciendo un extraño rumor al rozarse entre sí. Me metí por aquel camino y anduve, anduve, durante tanto tiempo, que ya temía se me gastasen las suelas de los zapatos, cuando al final llegué a una gruta que estaba cerrada por una enorme puerta. "Algo bueno debe de haber ahí dentro -pensé-; llamaremos para que abran." Y en este momento asomó por encima de la cueva un dragón -¡Virgen santa, qué dragón!- más feo que Lépez en bañador (que es lo más feo que he visto) con más escamas que al moverse hacían "croac-croac" y unas uñas muy largas y muy negras, de rascarse seguramente, que daba frío mirarlas. Me miró, dió cuatro vueltas a sus ojos y, abriendo la boca y moviendo la cabeza, me dijo, mientras yo estaba paralizado de espanto: "Contéstame, idiota, esta papeleta: dí, ¿cuántos colores hay en la violeta? Yo estuve a punto de decirle que no jugaba y que aquello no valía, que no era correcto hablar sin ser presentado; pero lo pensé bien y le contesté: "Si a usted no le sirve la cosa de enojo, tiene dos colores: el azul y el rojo". ¡Oh, asombro! Al oir esto, el dragón dió un trueno muy grande y se convirtió en un guerrero arrogante, que, con toda amabilidad, me abrió la puerta y me invitó a que pasara, diciéndome: "Tu ingenio te ha valido que puedas conocer los dominios de Maese Bolindrón, donde se producen los colores que admiráis en la Tierra. Estoy a tu servicio y te serviré de guía hasta su templo." Le pregunté quién era Maese Bolindrón, y si recibía a los invitados con la misma cordialidad que el viejo dragón, pero el guerrero, andando a mi lado, me explicó: "De Maese Bolindrón nada tienes que temer: es un personaje gordo como un huevo y buena persona como casi todos los gordos. Posee la paleta mágica, y con ella llena de colores al regimiento de los Mosquitones, que son los que bajan al mundo y pintan las flores, las plantas, los campos, los pájaros... Cuando los Mosquitones han gastado toda su pintura, vuelven para que Maese Bolindrón les llene de nuevo los cacharros y así repiten constantemente su trabajo bajo la vigilancia de las siete princesas, hijas de Colorín I." "¿Y no hay príncipes en este país?" El guerrero se echó a reír y dijo: "Oh, no. Hay otros muchos personajes y caballeros que tienen a su cargo el colorido de las piedras preciosas, por ejemplo. Aquí viven también el Caballero de la Turquesa, que es azul; el Caballero del Zafiro, el del Rubí, el del Diamante... Y muchos más." "Supongo -exclamé- que el más distinguido será el Caballero del Diamante, ¿no?" "Es de los más ricos, pero es el más feo, porque es negro. No olvides que el Diamante sale del carbón." Habíamos andado por sitios muy pintorescos, atravesando campos llenos de fresas y frutas olorosas que era una delicia comer, y llegamos a un edificio magnífico, en cuya puerta montaban guardia unos Mosquitones. Me volví para preguntar al guerrero qué era aquello, pero vi que había desaparecido y que de nuevo estaba solo. Avancé decididamente por entre las columnas de mármol, y me encontré en el lugar más bonito que os podéis imaginar. Allí, el pórfido, el jaspe, el mármol, el alabastro, en una combinación espléndida de finos matices de color, parecían querer superar a cada instante la visión de lo anterior. Las fuentes, los surtidores y los estanques, profusamente repartidos, alternaban la nota de cristal de sus aguas pálidamente azules con reflejos temblorosos de las plantas y flores que a ellos se asomaban. Pero lo más curioso de todo era que al andar sonaba una musiquita graciosa que parecía emanar del suelo, y cuyo eco se agrandaba y propagaba, alegrando el espíritu y llenándome de optimismo. Como estaba cada vez más contento, grité por dos veces: "¡A ver, un pasodoble torero!"; pero no me hicieron caso, y la música seguía, seguía mientras andaba. Al desembocar una explanada, vi a Maese Bolindrón. Estaba muy sonriente y ante él desfilaban, en cola, los Mosquitones. No pude resistir la tentación, y me puse en cola también. Pero al llegar mi turno, Maese Bolindrón, cantando la Traviata, me dió con la brocha en las narices. Esta falta de respeto y el sentirme embadurnado de pintura me indignó y la emprendí a cachetes con Maese, que cayó al agua, quedándome con la paleta mágica. Al ver a Bolindrón en el agua, los Mosquitones se enfurecieron y armaron un tumulto horrible. Oí que querían pelarme, y salí corriendo como un loco melenudo por aquellas amplias avenidas. Los Mosquitones me perseguían y yo, jadeante y extenuado, conseguí a duras penas llegar al campo y esconderme tras de un árbol extraño que encontré. Transcurrió el tiempo. Los Mosquitones no me hallaron, y empecé a pensar donde me dirigiría. Miré alrededor. A lo lejos divisé un magnífico Palacio, que supuse era el de S. M. Colorín I. Indudablemente Azulina habitaba allí, y me encaminé al Palacio con la esperanza de verla y pedirle que me librase de la furia de los Mosquitones. Anochecía ya cuando entré en los jardines, que estaban solitarios. No había un alma por allí. Andando, andando, oí una voz que venía de lo alto y gritaba con cierta cautela: "¡Don Lápiz, don Lápiz!" Miré y vi asomada a la última ventana de una torre inclinada a mi buena amiga el hada Azulina. "¿Por dónde subo? -le pregunté- ¿Dónde está el ascensor?" Azulina, haciéndome señas de que no chillase tanto, me indicó el camino, y pocos momentos después me encontraba a su lado tranquilo y satisfecho. Pero Azulina lloraba. A mis preguntas, que no podía contestar por sus sollozos, me fué explicando que estaba triste porque querían casarla. Le dije que era absurdo, que yo no lloraría más que si me pisaban un callo, pero no ante la perspectiva de casarme. Entonces me aclaró: "¡Pero es que me quieren casar con Don Negrón Renegrón, que es Caballero del Diamante, y yo estoy enamorada del Caballero de la Esmeralda, y él me quiere también!" "¡Ah! El Caballero del Diamante es el negro, ¿verdad? - le pregunté. "Sí, y viejo y feo como un camaleón." Entonces me puse a estrujar mi cerebro para salvar a mi amiga, y de pronto grité: "¡Viva la hipoglucemia!" "¿Qué dices?" "Digo "viva la hipoglucemia", que es mi frase favorita cuando resuelvo un problema. Y acabo de encontrar solución a tu casamiento. Verás. Tengo aquí la paleta mágica; pintaré al Caballero del Diamante de verde y todo el mundo creerá, al verlo, que es el Caballero de la Esmeralda. Al Caballero de la Esmeralda lo pintaré de negro y pasará por tu prometido. Te casas con él y... ¿Qué te parece?" Debió parecerle de perlas, porque Azulina no me dejó terminar. Palmoteó de alegría, me dió un beso y un abrazo y estuvo a punto de gritar lo de la hipoglucemia, pero se le trabó la lengua y no pudo terminarlo. Aquella misma noche pusimos nuestro plan en práctica. Aprovechando su sueño, puse al vejestorio del Diamante como un loro. Y fuí después en busca del Caballero de la Esmeralda. No os podéis figurar la sorpresa que al despertar, tuvo Don Negrón Renegrón al verse en el espejo. Rugía: "¡Brrr...! ¡Me han convertido en cotorrita durante la noche! ¡Brrr...!" Y pataleaba en camisón todavía maldiciendo y berreando como un energúmeno. Entre tanto, el Caballero de la Esmeralda, convertido en negro gracias a la paleta magica, se disponía a ir al Palacio para casarse con Azulina. El tiempo transcurría y el auténtico Don Negrón Renegrón cogió a toda prisa su magnífico automóvil, último modelo de la mejor marca, y pisando el acelerador con furia se alejó, a un trote largo de su coche, hacia el Palacio Real. Cuando llegó ya era tarde. Azulina se había casado con el Caballero de la Esmeralda, a quienes todos creían el del Diamante, y fueron en vano las protestas de Don Negrón, que juraba que él no era lo que parecía, y que lo habían puesto verde. Lo pusieron verde después. Porque S. M. Colorín I, realmente indignado por la falta de respeto y el escándalo, dió orden a sus Mosquitones que se encargaran de aquel papagayo. La banda de cornetas de los Mosquitones reales lanzó al aire su llamada, y pocos segundos después Don Negrón ensayaba un nuevo medio de bajar las escaleras, no parando hasta dar con sus narices en una de las magníficas tartas que los cocineros habían preparado para el festín. ¿Y qué más? Azulina y el Caballero de la Esmeralda fueron despedidos cariñosísimamente por el Rey y todas sus hermanas en el extremo del puente del arco-iris, porque se marchaban en viaje de novios. Yo aproveché el momento para salir también del País de los Siete Colores que ya había conocido, y que sin Azulina no me resultaba tan agradable. Pero aún pude ver mientras bajábamos que la lluvia empezó a despintar el color negro del Caballero de la Esmeralda, y que el Rey comenzaba a sospechar la jugarreta. Aceleramos el paso, y vi sonreír bondadosamente al Monarca al comprobar la travesura. Ya en la Tierra, Azulina me abrazó, se le escapó una lagrimita, y me dijo: "Sé tan bueno como hasta aquí. Que tu misión en la Tierra sea hacer grato lo desagradable, transformar lo feo en hermoso y embellecer la vida. De esto, algo has aprendido ya en el País de los Siete Colores, pero mucho lo sabe tu corazón." ...Lentamente les vi alejarse, recortándose sus siluetas sobre el horizonte, que la tarde teñía de cárdeno, en busca de su felicidad. FIN